Catalina II

Catalina II RIA / E.Kogan

Catalina II (1729-1796) fue emperatriz de Rusia durante 34 años, desde 1762 hasta su muerte en 1796, y la única monarca rusa, junto con Pedro I, que en la memoria histórica de sus compatriotas resultó merecedora del noble epíteto de “la Grande”.

Catalina II fue una figura clave de su época que sin duda alguna marcó una etapa muy importante en la historia de Rusia, convirtiéndose en una de las líderes más destacadas del país. Bajo su reinado el Imperio ruso logró grandes avances gracias a las ampliaciones de territorio y las mejoras del sistema administrativo. La emperatriz continuó la labor emprendida por su antecesor en el trono, Pedro I el Grande, basada en la occidentalización progresiva de Rusia hasta convertirla en una potencia europea.

Catalina es conocida como una de las gobernadoras más cultas de la historia rusa. Leía constantemente y se mantenía siempre informada sobre los acontecimientos políticos tanto de Rusia como del resto de Europa. Hablaba con soltura varios idiomas y mantenía correspondencia con muchas de las mentes más lúcidas de la época, como Voltaire o Denis Diderot, cuyas ideas influyeron en el pensamiento político de la monarca. Con eso su sagacidad diplomática le permitió atraer opiniones favorables de las cortes europeas occidentales hacia su reinado.

Primeros años

El nombre de la zarina era Sophie Fredericke Auguste von Anhalt-Zerbst y nació el 2 de mayo de 1729 en Estetinia (o “Szczecin”, en Polonia) en la familia de un general prusiano que ejercía de gobernador de la ciudad en nombre del rey de Prusia. De acuerdo con la costumbre de entonces entre la nobleza alemana, su educación estuvo a cargo de tutores franceses, gracias a los cuales aprendió la lengua francesa, música y bailes, así como las nociones generales de historia, geografía y teología.

En 1744 la joven llegó a San Petersburgo por invitación de la emperatriz Isabel (hija de Pedro I y Catalina I, que reinó desde 1741 hasta su muerte en 1761), que estaba buscando para su sobrino el gran príncipe Pedro, nieto de Pedro el Grande, una futura esposa procedente de una estirpe noble alemana. Por diferentes razones, entre ellas más económicas que políticas, los padres de la princesa alemana no tardaron en enviarla a Rusia para el casamiento.

En Rusia

Una vez establecida en San Petersburgo, su bautizó por la Iglesia ortodoxa rusa Yekaterina Alexéyevna, un gesto de gran importancia para su futuro político en su nueva patria. Gracias a su prudencia innata y su carácter emprendedor  empezó a dedicarse con ansia al aprendizaje de la lengua rusa y a “absorber su cultura”, procurando conocer a fondo las antiguas tradiciones, la rica historia y las disparatadas costumbres. Sus esfuerzos no tardaron en dar frutos: de este modo no solo pudo ganarse la simpatía de la entonces emperatriz Isabel, sino también la del pueblo ruso.

En 1745 contrajo matrimonio con el gran príncipe Pedro de Holstein, heredero al trono ruso, que en enero de 1762 sería proclamado emperador de todas las Rusias con el nombre de Pedro III. Mientras su “infantil” marido estaba totalmente absorbido por los juegos de soldaditos de plomo, Catalina, ansiosa por obtener el verdadero amor y el poder absoluto, leía ávidamente los escritos sobre historia y derecho, así como las obras de pensadores franceses. Según mencionan los archivos, siempre estaba rodeada de detractores, su marido no la amaba y Catalina, al dar a luz en 1754 a su hijo (el futuro emperador Pablo I) empezó a temer que la echasen de su querida Rusia. “He tenido muy buenos profesores, la desgracia y la soledad”, según recordaba más tarde. La enfermedad y la muerte de la emperatriz Isabel (en 1761) cambiaron bruscamente el tedioso desarrollo de los acontecimientos.

Gobierno

Teniendo en cuenta sus innatas simpatías proalemanas, así como la apatía política y falta de aptitudes de su marido, recién llegado al trono ruso, Catalina pudo haber despertado recelos en su contra entre la nobleza rusa y la temible guardia imperial. Para contrarrestar estos peligros decidió crear a su alrededor una considerable red de amigos y aliados entre la elite de la Corte. “Gobernaré o moriré”, confesó en una ocasión en su carta al enviado de Inglaterra Charles Williams. Contando con el apoyo del Ejército y de los condes Orlov, al igual que el respaldo emocional de su amiga Yekaterina Dashkova, el 28 de junio de 1762 dio un golpe de Estado sin derramamiento de sangre, autoproclamándose soberana absoluta. Al pusilánime de su marido lo encomendó a los hermanos Olrlov, que sublevaron los regimientos de la guardia imperial. El emperador fue detenido, obligado a abdicar y poco después asesinado. 

En 1762 en su lugar fue coronada Catalina a pesar de no descender de emperadores rusos, sucediendo así a su marido como en 1725 hiciera Catalina I al suceder a Pedrio I.

Reformas

“Tartufo con falda y corona”, en palabras del famoso escritor ruso Alexandr Pushkin, Catalina II sabía cómo atraer a la gente. Intentando imitar al zar Pedro el Grande, llevó a cabo numerosas reformas: en 1762 apoyó la idea de crear en Rusia el primer centro de formación profesional y en 1763 reorganizó el Senado (dividido en 6 departamentos, perdió con la reforma su auténtico poder legislativo, encabezó el aparato estatal y se convirtió en la institución superior administrativa y judicial). En 1763-1764 para superar dificultades financieras realizó la secularización de las tierras de la Iglesia (de los monasterios pasaron al fisco imperial), lo que permitió finalizar la neutralización del clero como fuerza política comenzada por Pedro I. En 1764 abolió el poder del hetman en Ucrania usado desde el siglo XV al siglo XVIII en Polonia, Ucrania y el Gran Ducado de Lituania, mientras que en la capital de Rusia se fundó el primer centro de enseñanza para mujeres, adjunto al monasterio de Smolni. En beneficio de la nobleza estableció en 1765 la sociedad libre económica, llamada a contribuir con una discusión libre al problema del campesinado ruso. Un año después empezó el censo de las tierras rusas.

En realidad las medidas de la emperatriz reunían lo prácticamente incompatible: la visión liberal y las aspiraciones autoritarias, mientras ella misma censuraba el sistema de la servidumbre, entendía que la nobleza consolidada no le permitiría restringir sus derechos de posesión.

En 1767 la joven emperatriz fundó la Comisión Constituyente “para la composición del proyecto” de la reforma del sistema jurídico. Para poner en práctica dicho proyecto fueron utilizadas “las instrucciones” extraídas de los escritos de los genios de la Ilustración como Montesquieu y Cesare Beccaria. Como la Comisión resultó poco dócil y manejable ante la monarca, fue disuelta so pretexto de la guerra con Turquía.

Hasta mediados de los años 70 el absolutismo de Catalina se conocía como “ilustrado”. Tras modernizar el aparato de gestión administrativa, creó unas condiciones favorables para la libertad de empresa (la anulación de los monopolios en el comercio y la industria en 1762), el permiso en 1775 de todos los que deseen, hasta a los siervos, de llevar “negocios de tejido y costura”, al igual que desarrolló el sistema financiero (en 1769 en Rusia se implantó la circulación del papel moneda).

Gracias a su interés por los avances científicos de la época, la emperatriz fue la primera que vacunó en 1767 a su hijo y a sí misma contra la viruela, mostrando un ejemplo a seguir a sus súbditos. En 1786 firmó el decreto sobre la creación de las escuelas públicas. La difusión durante el último año de su reinado de las reuniones de la nobleza local y provincial se puede calificar como “un paso hacia la formación de la sociedad civil”. 

Prueba para la “genuina ilustración” de su Gobierno fue la insurrección capitaneada por Yemelián Pugachov (un aspirante al trono de Rusia que lideró el levantamiento de los cosacos en la época de Catalina) en 1773-1775, que retiró “el velo de la tolerancia y supuesto liberalismo” de la política de la “emperatriz ilustrada”, y dejó al descubierto un despotismo ordinario en el país. Para evitar un nuevo golpe de Estado, Catalina efectuó en 1775 la reforma de la dirección local, abasteciendo hasta las provincias lejanas de un “máximo control sobre las mentes”.

La época de Catalina podría calificarse como “el siglo de oro” de los terratenientes. Las concesiones hechas a la nobleza y la aristocracia rusa en 1762 exoneraron a los nobles de la obligación de servir en el Ejército o en la administración estatal. Otra ley dividió a los ciudadanos en 5 capas sociales: la nobleza, el clero, los mercaderes, la pequeña burguesía (llamada entonces “el género neutro de las personas”) y los siervos de gleba.

Respecto a este último, ni siquiera tras la revuelta de Pugachov, la emperatriz se atrevió a anular los decretos de 1763, 1765 y 1767 que prescribían que los campesinos debían pagar de su propio bolsillo los gastos derivados del “apaciguamiento” de las posibles rebeliones y les prohibían quejarse de los terratenientes bajo la amenaza de trabajos forzosos en Siberia.

En la política exterior cada vez se hacía más evidente “la envergadura imperial” de la soberana. Ella tenía dos objetivos: quitarle a Turquía zonas esteparias adyacentes al Mar Negro, la península de Crimea y el Cáucaso del Norte y arrebatar a Polonia sus tierras ucranianas y bielorrusas occidentales. Ambos retos fueron conseguidos sin perder ninguna guerra durante todo su reinado. Las exitosas contiendas contra Turquía (1768-1775 y 1787-1791) posibilitaron la expansión del poder imperial ruso a las zonas de la cuenca del mar Negro, Kubán, Crimea y el acceso a los estrechos mediterráneos. Los brillantes éxitos de los diplomáticos de Catalina ayudaron a avanzar en el Cáucaso del Norte (el tratado Gueorguievski con Georgia de 1783) y hasta Alaska (el comienzo de la población del fuerte Ross en EE. UU.). La participación en la “división de Polonia” en 1773, 1775 y 1792 devolvió a la composición del Imperio ruso parte de sus tierras en el noroeste.

Monarca con don de gentes

La reina sabía llevarse bien con la gente, sobre todo con los varones. Se cuenta que entre los años 1753 y 1796 Catalina II tuvo 15 favoritos (a los que trataba con gran generosidad) que, según la emperatriz, “no hacían ningún daño sensible al Estado”. Mientras tanto Catalina siempre era muy precavida en lo que concernía a los asuntos e intereses estatales. Siguiendo el ejemplo de Pedro I, sabía distinguir a las personas que la rodeaban con dotes administrativas y no tenía miedo de situarlos en los puestos importantes de la gobernación estatal. Gracias a sus dotes psicológicas la emperatriz pudo descubrir el talento político de los condes Orlov y de los nobles Rumiantsev, Potiomkin y Bezborodko entre otros.

Su vida personal fue muy agitada y estuvo llena de sobresaltos debido a su carácter apasionado y un matrimonio poco afortunado con Pedro III. Según las evidencias era físicamente atractiva y de porte majestuoso.

Mientras tanto la relación con su hijo Pablo era muy hostil, ya que ella no solía mostrar ni sinceridad, ni amor hacia el niño. 

La gran creatividad literaria de la propia Catalina produjo obras de teatro, cuentos para niños, relatos históricos, artículos, cartas y notas autobiográficas. Por otra parte, su propio talento y dominio del idioma no le impedían luchar con métodos de policía contra sus “colegas” escritores indeseables, Nikolái Novikov (1744-1818) y Alexandr Radíschev (1749-1802). Al último lo llamó “¡Amotinado, peor que Pugachov!”. Entendió perfectamente que las obras de Radíschev no sirven tanto a la literatura como a la política liberal.

La esfera de intereses de Catalina en el campo del arte era muy amplia y diversa, tan solo le faltó “talento” para la música. Fundó la Academia de las Artes Plásticas y su pasión por coleccionar la convirtió en la fundadora de la colección del museo Hermitage en San Petersburgo. Su comprensión de la importancia de la lengua rusa la llevó a iniciar la creación de la Academia de la Lengua Rusa, al frente de la cual puso a su amiga personal Yekaterina Dashkova.

“Todos dicen que trabajo mucho mientras que a mí me parece que he hecho muy poco cuando miro en lo que me queda por hacer”, escribía la emperatriz, cuyo día siempre empezaba a las 6 de la mañana y estaba planeado al minuto. Decían que poseía una salud de hierro y envejecía más despacio que los demás. “En Francia cuatro ministros no trabajan tanto como esta mujer, que tiene que ser admitida en la serie de las grandes personas”, dijo sobre ella, tras conocerla, el rey de Prusia Federico II. Probablemente esta entrega apasionada al trabajo dejó huellas en su salud. Su vida a los 67 años de edad finalizó abruptamente debido a una hemorragia cerebral el 6 de noviembre de 1796 en Tsárskoye Seló. La emperatriz Catalina II fue enterrada en la catedral de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo.

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