Pablo I

Pablo I RIA Novosti / Pável Balabánov

La figura más contradictoria entre los emperadores rusos fue la de Pablo I. Entró en la historia como un personaje trágico y cómico al mismo tiempo: cómico por su aspecto, conducta y actividad; y trágico por su destino y su cruel asesinato en 1801.

La suerte de Pablo I fue en cierto modo semejante a la del héroe de William Shakespeare Hamlet, príncipe de Dinamarca: en su vida confluyeron la trágica muerte del padre, el odio a su propia madre, y el desacuerdo y la disensión con su ambiente.

El gran príncipe Pablo nació el 1 de octubre de 1754 en San Petersburgo, en el Palacio Imperial de Verano, siendo el único hijo del futuro emperador Pedro III y la futura emperatriz Catalina II la Grande, en aquel momento gran duquesa.

El hijo de Catalina no fue fruto del amor, sino un niño no deseado. La zarina rusa, que tuvo durante su vida una gran cantidad de favoritos y amantes, sentía bastante odio hacia el padre de Pablo, el emperador Pedro III.

Con motivo de las malas relaciones en la pareja (mejor dicho, de la ausencia de las mismas) en la corte imperial rusa circulaba el rumor de que Pablo no era hijo biológico de Pedro III. Atribuían la paternidad a un amante de la duquesa, Serguéi Saltykov, y el dudoso origen del joven heredero era un secreto a gritos.

Pedro III fue asesinado en verano de 1762 en circunstancias oscuras diez días después del golpe palaciego que fue organizado, entre otros conspiradores, por uno de los amantes de Catalina, el conde Grigori Orlov. Según datos de algunos historiadores, fue estrangulado por unos oficiales borrachos encabezados por el otro hermano Orlov, Alexéi. Murió casi de igual forma que 41 años más tarde moriría su hijo Pablo I, víctima de un complot.

La madre de Pablo, Catalina, no lo amaba y no se ocupó de la educación ni del desarrollo del niño, nacido de un marido que detestaba. Las relaciones entre madre e hijo, que al principio fueron tranquilas, se hicieron hostiles y el propio niño comenzó a sentir aversión hacia su progenitora.

El sentimiento era mutuo. Pablo tenía más derecho a ocupar el trono ruso que su madre pero Catalina la Grande consideraba a su hijo incapaz para ser coronado emperador ruso y pensaba evitarlo en la línea sucesoria y colocar en el trono a su nieto Alejandro, al que adoraba. De este modo, Pablo se convirtió en el principal rival político de su propia madre.

Pablo la temía y odiaba tanto que tras su muerte intentó destruir todo lo que pudiera recordar a su legendaria madre y todo lo que ella había establecido. Un ejemplo vivo fue la construcción del castillo de San Miguel (o castillo de Ingeniería), la residencia imperial de Pablo, donde el zar acabó su vida a manos de los conjurados. El nombre del castillo y su arquitectura eran muy contrarios al clasicismo de su madre y el color rojo de los ladrillos aludía a la Orden de Malta, de la que fue elegido gran maestre. Con el tiempo, el palacio fue considerado en San Petersburgo un símbolo de la época de Pablo I.

Es evidente que Pablo causaba sentimientos muy contradictorios entre sus contemporáneos. Al compararlo con su destacado abuelo, Pedro I, y su madre, Catalina II, ambos con el epíteto “Grande”, la figura menuda del nuevo emperador no inspiraba ni respeto ni esperanza.

Pablo era de baja estatura, enclenque, tenía una cara cómica con nariz respingona pero un aspecto muy altivo y una expresión altanera. Además, era caprichoso, impulsivo, irascible y vengativo; también era desconfiado hasta el punto de que se decía que estaba loco.

Al mismo tiempo, según la opinión de algunas damas de la casa Románov, tenía unos ojos que consideraban atractivos e incluso bellos. “El emperador no era de gran estatura, tenía rasgos feos, a excepción de unos ojos que eran preciosos, con una mirada atrayente… era perfectamente educado, galante con las mujeres y tenía modales afables con todos los allegados. Era una persona instruida, con inteligencia aguda y abierta, gran amante del arte y con inclinación por las bromas y la alegría”, así dibujó a Pablo I Daria Liven.

Mientras tanto, en la historiografía de Rusia Pablo I quedó retratado como un déspota cruel, histérico y poco inteligente. Decepcionó a sus súbditos, que lo comparaban con su abuelo y su madre, destacados por las victorias bélicas y el exitoso desarrollo de Rusia durante sus años de gobierno.

El famoso historiador ruso Nikolái Karamzín escribió: “Los rusos miraban a este monarca como a una bomba temible, contando los minutos y esperando el último con impaciencia… Este minuto llegó y la noticia en todo el Estado fue como una expiación. En las casas y en las calles la gente lloraba de alegría, se abrazaban unos a otros, como en el día de la Santa Resurrección”.

Tras la muerte de Catalina la Grande el 17 de noviembre de 1796, Pablo, de 42 años, sancionó y editó las famosas Leyes Paulinas. Ante los rumores que aseguraban que su madre dejaba en su testamento el trono a su nieto mayor Alejandro, promulgó estas leyes que establecían el estricto principio de la primogenitura en la dinastía Románov, que no podían ser modificadas por sus sucesores y que impedían que el zar nombrara a su sucesor a su voluntad.

Además, el nuevo emperador ruso comenzó a modificar muchas de las reformas políticas llevadas a cabo por su madre. Como admirador de Prusia, en contraposición al gusto francés de Catalina II, Pablo I comenzó a modificar las costumbres y el aspecto de Rusia por un estilo militar prusiano. Acusó a muchos de “jacobinos” y a otros los exilió simplemente por llevar ropa de moda parisina o leer libros franceses.

Además, siete mariscales de campo y más de 300 generales que no compartían sus puntos de vista cayeron en desgracia: fueron destituidos o perdieron su puesto en la corte. Desde 1780, en su palacio de Gátchina, en las cercanías de San Petersburgo, Pablo mantuvo una brigada de soldados entrenados según el modelo prusiano.

El emperador consideraba a la nobleza rusa decadente y corrupta y pretendía transformarla en una casta disciplinada, con un espíritu semejante al de los caballeros medievales.

Temeroso por cuanta intriga había vivido, Pablo I conspiraba en contra de sus propios cuatro hijos, planificando recluirlos en conventos o apresarlos en fortalezas.

La misma Daria Liven recordaba que en sus últimos años Pablo se convirtió en una persona con un carácter absolutamente horrible: “Durante el último año su desconfianza y su recelo crecieron rápidamente… En la fortaleza aumentaba la cantidad de víctimas aunque la única culpa de estas fuera llevar el pelo muy largo o una levita muy corta”.

Entre los conspiradores que organizaron el golpe palaciego había cortesanos en otros tiempos muy cercanos al monarca (como el vicecanciller Nikita Panin o el general Piotr Palen), así como sus viejos enemigos los hermanos Platón y Nikolái Zubov o el general von Bennigsen, entre otros.

Su hijo y futuro emperador, el príncipe Alejandro, que tenía dudas sobre la posibilidad de derrocar a su padre, apoyó el complot al ver el decreto de Pablo I para arrestarlo que le mostró Palen. De este modo, el monarca acabó su vida asesinado (en algunas versiones golpeado en la sien y en otras, estrangulado con una bufanda).

Según los historiadores, cuando los conjurados irrumpieron en el castillo de San Miguel, en el edificio no se encontró ni una persona dispuesta a defender a su monarca. Parece ser que este confundió a un traidor con uno de sus hijos y, según mencionaron los testigos luego, las últimas palabras que pronunció el infeliz emperador dirigiéndose a ese conspirador fueron: “¿Qué mal le he hecho?”.

Después del asesinato de Pablo, Alejandro sintió un gran remordimiento y culpabilidad por haberse convertido en emperador mediante un crimen. Luego se dijo que él no sabía nada y que los conspiradores lo convencieron de que no iban a matar a su padre, sino tan solo forzarlo a abdicar para que Alejandro tomara el poder.

Sea como fuere, en aquel momento comenzó la siguiente página de la historia del Imperio ruso, el reinado de Alejandro I, el Bendito.
 

DESTACADOS
Rambler's Top100