Historia de la Iglesia ortodoxa rusa

Historia de la Iglesia ortodoxa rusa Flickr / godoftosh

Por el número de fieles, la Iglesia ortodoxa rusa es la mayor Iglesia cristiana ortodoxa del mundo. Aunque no existen datos oficiales en cuanto al número de practicantes en Rusia, distintos estudios sociológicos afirman que entre 70 y 80 millones de rusos se consideran miembros de la Iglesia ortodoxa rusa.

Introducción

La percepción de la Iglesia ortodoxa por sus fieles

La llegada del cristianismo a Rusia

La adopción del cristianismo según el primer cronista ruso

Primeros siglos del cristianismo en Rusia

La ruptura con Constantinopla

El primer periodo de los patriarcas rusos

La reforma del patriarca Nikon y el cisma

El periodo del Santo Sínodo de 1700-1917

Revolución de 1917 y persecución a la Iglesia en la URSS

Introducción

Se trata de una Iglesia autocéfala, es decir, independiente de toda autoridad religiosa de mayor rango, y forma parte de la comunión ortodoxa mundial, cuyo número de fieles ronda los 225 millones de personas. Además de su presencia en Rusia, es la principal religión en Bielorrusia y Ucrania.

El máximo representante de la Iglesia ortodoxa rusa es el patriarca de Moscú y de todas las Rusias. Bajo este último término se entienden Velikorussia, o la Gran Rusia; Bielorrusia, o la Rusia Blanca; y Malorussia, o la Pequeña Rusia, y actualmente abarca los Estados independientes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania.

Al igual que otras iglesias ortodoxas autocéfalas, como por ejemplo, los patriarcados de Alejandría, de Antioquía o de Constantinopla, la Iglesia rusa tiene autoridad para canonizar, previo aviso a las demás Iglesias hermanadas sobre los cambios en su santoral. Además, laIglesia ortodoxa considera suyos todos los santos de la historia “precismática”, es decir de antes del Cisma de Oriente y Occidente (1054), año en el que fue formalizada la separación de las Iglesias católica y ortodoxa. 

La percepción de la Iglesia ortodoxa por sus fieles

“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” son bautizados los cristianos en todo el mundo, pero en esta misma frase radica la principal diferencia entre la Iglesia católica y la ortodoxa, la distinción que oficialmente sirvió de pretexto para su separación en 1054, en el llamado Cisma de Oriente y Occidente.

Para los ortodoxos el Espíritu Santo procede únicamente del Padre, mientras que en la Iglesia católica procede del Padre y del Hijo. Sin embargo, si preguntásemos a creyentes ortodoxos rusos, encontraríamos pocos que fueran capaces de señalar cuál es la principal diferencia con la Iglesia católica. En realidad, muchas personas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia que se cristianos ortodoxos identifican esta afiliación con un fenómeno cultural, inalienable de la historia de su país.

La llegada del cristianismo a Rusia

La historia del cristianismo en la antigua Rus arranca con el viaje emprendido a los territorios de las tribus eslavas paganas orientales por el apóstol san Andrés. Los relatos sobre este viaje, tan arraigado en la memoria popular, fueron relatados en el manuscrito de Néstor el Cronista. Según la obra de Néstor, san Andrés recorrió el territorio situado al norte del mar Negro hasta llegar al río Dniéper, donde se detuvo en las montañas de Kiev y bendijo la futura ciudad, hoy considerada “madre de las ciudades rusas”.

Varios historiadores rusos ponen en tela de juicio la leyenda pero todos coinciden en que el apóstol sí visitó las orillas septentrionales del mar Negro.

Tampoco caben dudas de que para el momento de la adopción del cristianismo como religión oficial, en 988, parte de la población, sobre todo en el principado ruso de Kiev, ya era cristiana.

El terreno para ello fue abonado por la actividad de los santos hermanos apóstoles Cirilo y Metodio, evangelizadores de los eslavos y autores del primer alfabeto eslavo.

En el año 955 tuvo lugar el bautizo de la princesa Olga de Kiev, viuda del príncipe Ígor, que gobernaba Kiev en aquel entonces, y abuela del príncipe Vladimiro de Kiev, quien años más tarde entraría en la historia rusa como el “bautista” de su pueblo. Con ello la puerta para la entrada del cristianismo quedó abierta. Olga fue bautizada alrededor de 955 en Constantinopla, de donde llevó sacerdotes griegos que comenzaron a levantar templos en el principado de Kiev, entonces el más fuerte de Rusia. Sin embargo, su hijo Sviatoslav siguió venerando a los viejos dioses. 

La expansión del cristianismo “bizantino” en el territorio de Rusia se debe a los vínculos, tanto económicos como políticos, de los eslavos orientales con la vecina Constantinopla y a la riqueza y prestigio del Imperio bizantino, dada la situación significativamente peor en Europa Occidental y la mala fama que tenía el papismo fuera de Europa (conviene recordar el escándalo con la papisa Juana).

La adopción del cristianismo según el primer cronista ruso

Según la vieja leyenda contada por Néstor en sus Relatos de los años pasados, la primera crónica rusa, el príncipe Vladimiro envió a nueve personas para encontrar una religión que sustituyera las antiguas creencias paganas. La leyenda afirma que tras recorrer varios países, los enviados del príncipe regresaron de Constantinopla a Kiev entusiasmados con el lujo de la catedral de Santa Sofía, de los cánticos religiosos y de la pomposidad de la misa que ofreció el patriarca. “No sabemos dónde estuvimos, en la Tierra o en los cielos”, relataron a su regreso. “Si la fe griega no fuera mejor que otras, nunca la habría aceptado tu abuela Olga, la mujer más sabia del mundo”, comentaron a Vladimiro los boyardos, jefes de los grandes clanes familiares.

Vladimiro abrazó finalmente el cristianismo en 988 en la península de Crimea, en la ciudad bizantina de Jersón, que acaba de conquistar. Según los historiadores, el bautismo a Vladimiro en Crimea se debe a que el emperador bizantino Basilio II (976-1025) pidió ayuda al príncipe de Kiev en su lucha contra el pretendiente al trono Barda Foca. En recompensa por su ayuda, Basilio prometió la mano de su hermana Ana. Sin embargo, el pagano Vladimiro no podía casarse con la princesa sin haber aceptado el cristianismo.

El príncipe de Kiev intervino en el conflicto y derrotó a los jázaros, aliados de Foca. Pero al parecer los griegos no quisieron cumplir su promesa, de manera que el atrevido príncipe conquistó la ciudad de Jersón para más tarde ofrecerla como rescate por la novia.

Finalmente, en el verano de 988, Vladimiro reunió a los habitantes de Kiev en las orillas del río Dniéper para que los sacerdotes de Constantinopla y Jersón los bautizaran en sus aguas. Tras el bautismo de Kiev, el cristianismo fue llevado a las ciudades de Chernígov, Nóvgorod, Rostov, Pólotsk, etc. En varios casos los habitantes de estas ciudades no querían abandonar sus viejas creencias. Así, por ejemplo, para bautizar a los habitantes de Nóvgorod fueron enviados dos boyardos del príncipe Vladimiro, Dobrynia y Putiata, en compañía de sacerdotes y fuertes destacamentos de guerreros. “Putiata bautizó con la espada y Dobrynia con el fuego”, dice un viejo refrán ruso. Sin embargo, los ancestrales cultos paganos se practicaron (y persiguieron) en la Rusia antigua durante siglos. Algunas fiestas populares que perviven hoy en día se remontan a tradiciones paganas, como el culto al sol (Máslenitsa) o al fuego, las aguas y la vegetación (Iván Kupala). Un brillante episodio que reproduce antiguos cultos paganos, todavía vivos en varias aldeas rusas hasta el siglo XIV, figura en la película Andréi Rubliov del célebre director soviético Andréi Tarkovski.

Primeros siglos del cristianismo en Rusia

A partir del siglo X en Rusia, convertida ya en una de las metrópolis del patriarcado de Constantinopla, se construyen majestuosos templos y en el siglo XI comienzan a desarrollarse los monasterios.

En los primeros siglos del cristianismo los metropolitanos rusos eran de procedencia griega y eran ordenados personalmente por el patriarca de Constantinopla, salvo en el caso del metropolitano ruso Hilario (en 1051), una persona altamente instruida y notable escritor eclesiástico.

La pérdida de Kiev y su total destrucción a manos de las fuerzas tártaro-mongolas en 1240 llevaron a la decadencia de este centro cultural y político de la antigua Rusia, hecho por el cual en 1299 el metropolitano Máximo trasladó su sede a la ciudad de Vladímir, en el río Kliazma. En 1325 la residencia permanente de todos los metropolitanos y patriarcas rusos fue trasladada a Moscú, el principado ruso de más dinámico desarrollo en aquella época.

Durante todo el periodo de dominio tártaro-mongol la Iglesia ortodoxa gozó de varios privilegios, tales como la inmunidad de monasterios o la exención de pago de impuestos. Aprovechando la tolerancia religiosa de los tártaros, los obispos desempeñaron un importante papel en la unificación de los principados rusos en torno a Moscú. Así, por ejemplo, san Alejo, metropolitano de Moscú entre 1354 y 1378, estuvo a cargo de la formación del santo príncipe moscovita Dmitri Donskói. Más tarde, el reverendo Serguí de Rádonezh, que no era el máximo jerarca de la iglesia pero sí el indiscutible líder espiritual de la época, bendijo a Dmitri Donskói antes de la gran hazaña guerrera en la batalla de Kulikovo (1380), que inició la liberación de Rusia del dominio tártaro.

La ruptura con Constantinopla

El último metropolitano nombrado por Constantinopla fue el griego Isidoro (1437-1441). En 1439 en el Concilio de Florencia, en representación de la Iglesia ortodoxa rusa y del patriarca de Antioquía, Isidoro, junto con el patriarca de Constantinopla, aceptó el dogma católico sobre la filiación del Espíritu Santo (según el cual este proviene del Padre y del Hijo, y no solo del Padre, como defendía la Iglesia ortodoxa). El motivo de esta decisión del emperador bizantino Juan Paleólogo VIII y del patriarca de Constantinopla José II era evidente: la ofensiva final turca a la ciudad era inminente y el apoyo de los Estados católicos se hacía imprescindible.

Dicha unión de las Iglesias cristianas fracasó estrepitosamente en Constantinopla en 1440 y fue rotundamente rechazada por su población y aceptada únicamente por el patriarca y la corte del emperador. En 1449 el Concilio de Patriarcas Ortodoxos reunido en Constantinopla oficializó el rechazo a tal unión.

Isidoro volvió a Moscú en marzo de 1441 con el capelo cardenalicio de la Iglesia católica romana y una cruz latina en el pecho. Cuando ofició misa en la catedral reemplazó la declaración de fidelidad al patriarca griego con el nombre del pontífice romano y dio lectura a las resoluciones del octavo concilio. El gran príncipe de Moscú, Basilio II, ya avisado de lo sucedido en Constantinopla, en seguida mandó arrestar y encarcelar a Isidoro. Exiliado en el monasterio de Chúdov, el religioso pudo escapar e instalarse posteriormente en Constantinopla, hasta la toma de la ciudad por los turcos.

El concilio de obispos rusos rechazó la unión de las Iglesias. En 1448 en Moscú se celebró otro concilio de obispos que nombró arzobispo metropolitano de Moscú y todas las Rusias a Iona, arzobispo de Riazán, pese a que los cánones eclesiásticos prescribían la obediencia al patriarca universal de Constantinopla.

Esta decisión dio comienzo a la época de la autocefalia: la plena independencia de la Iglesia rusa.

El primer periodo de los patriarcas rusos

De 1448 a 1589 la Iglesia ortodoxa rusa estuvo dirigida por metropolitanos de Moscú y de todas las Rusias independientes de Constantinopla pero en severa dependencia administrativa y política de los gobernantes rusos. Baste recordar que en el siglo XVI cinco de los once metropolitanos de Moscú fueron destituidos de sus cátedras por la arbitrariedad de mandatarios laicos y que el metropolitano Felipe II fue asesinado en 1569 por orden de Iván el Terrible. Cansado de intentar persuadir al zar de que dejase de cometer atrocidades, Felipe se negó a darle la bendición cuando Iván se presentó en la catedral de la Asunción ataviado con la vestimenta de monje y pidiendo que el metropolitano lo bendijese. En presencia de numerosos feligreses Felipe exclamó: “En esta extraña vestimenta y aspecto no reconozco al zar ortodoxo, tampoco reconozco al zar en la actitud suya”.

Entre los patriarcas rusos más notables de aquella época destaca Germoguén (1606-1612), persona muy ilustre de la época, conocido teólogo y misionero. Construyó una nueva imprenta en Moscú y coadyuvó a la edición de varios libros. Durante la invasión polaca intentó mancomunar las fuerzas rusas para liberar Moscú de la ocupación, para lo cual envió sus mensajes pastorales a distintas ciudades rusas. Bendijo la milicia popular rusa del comerciante Kuzmá Minin y el noble Dmitri Pozharski que se dirigía a reconquistar la capital. Murió por inanición durante su encarcelamiento en el monasterio de Chúdov.

La reforma del patriarca Nikon y el cisma

Las principales aspiraciones del patriarca Nikon eran, por una parte, simplificar el culto ortodoxo cuanto fuera posible para acercarlo a la comprensión de los feligreses y así inspirar una devoción verdadera y no solo formal, y por otra, lograr una sólida autonomía de la Iglesia respecto al Estado en un tiempo de fortalecimiento del absolutismo en Rusia.

Nikon elaboró una reforma de las costumbres y las prácticas religiosas que debería, a su juicio, devolver la calma y el bienestar al pueblo ruso. El punto clave de su programa comprendía la unificación de los ritos para todos los creyentes ortodoxos a partir del patrón de la tradición litúrgica griega. Todos los libros deberían ser corregidos tras una comparación detallada con los textos sagrados en hebreo y en griego. La reverencia del creyente en el templo no debía llegar hasta el suelo sino hasta la cintura para representar al hombre agradecido a Dios y no humillado. La señal de la cruz debía realizarse con tres dedos puestos juntos y no con dos, según solían hacer los ortodoxos rusos de acuerdo con las reglas introducidas en el siglo XVI.

Para el culto únicamente serían apropiados los iconos de estilo griego no improvisados, que en la práctica de los pueblos eslavos incluían también animales. Debería ser suprimido del culto a la cruz compuesta de cuatro travesaños: solo servían las cruces de tres travesaños, uno de los cuales debía cruzar la pértiga en plano inclinado.

Sin embargo, la reforma de Nikon produjo un cisma dentro de la Iglesia ortodoxa rusa. Mientras la mayor parte de la población aceptó los cambios introducidos por el patriarca, hubo un sector encabezado por el arcipreste Avvakum que se opuso a los cambios, los cuales este denunciaba como un signo del advenimiento del Anticristo.

Avvakum, que había nacido en una aldea vecina a la de Nikon, fue desterrado y sus seguidores cruelmente perseguidos. Muchos de ellos optaron por esconderse en ermitas en lugares de difícil acceso de Siberia. Cuando eran descubiertos por las tropas del zar, los partidarios de las antiguas tradiciones religiosas a menudo se inmolaban: se encerraban en las ermitas y prendían fuego. La división entre los seguidores de la reforma de Nikon y los llamados “viejos creyentes” existió durante siglos y continúa a día de hoy.

El periodo del Santo Sínodo de 1700-1917

El último patriarca antes de los cambios introducidos por Pedro el Grande fue Adrián (1690-1700), persona conservadora y por ende opositor a las reformas del joven zar.

Al morir Adrián, Pedro, en su afán de poner toda la vida de Rusia bajo el control del Estado, prohibió la elección de un nuevo patriarca y al cabo de 20 años fundó el Colegio Eclesiástico, pronto rebautizado “Santo Sínodo”. Este órgano, dependiente del Estado, se hizo cargo de la gestión de la Iglesia desde 1721 hasta la Revolución de Octubre, siendo los emperadores la última instancia en la toma de decisiones del organismo.

Pese a que anteriormente la independencia de la Iglesia había sido bastante relativa, la reforma de Pedro I fue crucial para las nuevas relaciones entre Iglesia y Estado. En realidad, la creación del Santo Sínodo, ese "Ministerio de la Religión Ortodoxa", supuso el control estatal de toda la vida religiosa y su estrecha ligazón a la ideología de la política del país.

Aunque conformado por personas procedentes del clero, el Sínodo estaba presidido por un funcionario laico, el procurador general, “los ojos y oídos” del poder imperial. Quizá el más conocido de ellos fue el poderosísimo Konstantín Pobedonóstsev, procurador general del Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa desde 1880 hasta 1905 y el tutor religioso y político de los emperadores Alejandro III y Nicolás II. Pobedonóstsev fue el encargado de concluir las reformas iniciadas por Alejandro II y persuadió al nuevo emperador, Alejandro III, para reforzar el control estatal en todos los aspectos de la vida.

A partir del siglo XVIII, la Iglesia fue privada de casi todas sus terrenos y, lo que fue aún más grave, los presbíteros fueron obligados a denunciar a las autoridades todo aquello que pudiera representar algún peligro para el Estado, rompiendo, si fuera necesario, el secreto de confesión. La autoridad del clero en la sociedad empezó a decaer.

Sin embargo, como contrapeso a las presiones del Gobierno, dentro de la Iglesia surgieron procesos de marcada libertad espiritual, ya que la obediencia a las autoridades terrenales es algo que la Iglesia rusa, por lo menos en el caso de sus representantes más dignos, nunca aceptó.

Por regla general esta postura no se manifestaba en forma de protesta de ningún tipo sino más bien en un retiro voluntario, en una vida sencilla que se caracterizó por una silenciosa fama que se transmitía de boca en boca, la fama de unas personas que enseñaban sin libros, solo a través de la palabra, conversando con los peregrinos (tanto personas sencillas como intelectuales) y transmitiéndoles la esencia de la fe ortodoxa. Eran los startsy. Aunque su nombre proviene de la palabra starik (es decir, “viejo”), el fenómeno no tenía relación con la edad. Se trataba esencialmente de maestros y guías espirituales.

Posiblemente el más venerado de los startsy rusos fue el reverendo Serafín de Sarov (1759-1833), autor de varios milagros y célebre visionario. Las puertas de su celda estaban abiertas a todo el mundo. Cuenta la leyenda que entre los peregrinos que se acercaron a recibir su consejo estuvo el emperador Alejandro I. Entre sus profecías estuvo el periodo de persecución de la Iglesia ortodoxa y su posterior resurrección. Predijo también la muerte violenta de la familia imperial rusa, profecía que se haría realidad a principios del siglo XX. El último emperador, Nicolás II, su familia y sus sirvientes fueron fusilados por los bolcheviques en el año 1918.

Los startsy del monasterio de Óptina Pustin se granjearon una fama particular. El monasterio, a dos kilómetros de la antigua pero modesta ciudad rusa de Kozelsk, en la provincia de Kaluga, se convirtió en lugar de auténtica peregrinación que continúa a día de hoy. Entre sus más afamados visitantes figuran los escritores rusos Nikokái Gógol y Lev Tolstói.

No obstante esta cara “informal” de la ortodoxia, en la Iglesia rusa se desarrollaron numerosos problemas que emanaron de su formalismo, del escaso prestigio del clero y de sus estrechos vínculos con las autoridades laicas. Sin embargo, la naturaleza misma del imperio y las autoridades tanto civiles como religiosas no consideraban oportuna la convocatoria de un concilio que restableciera el patriarcado en la Iglesia rusa.

Revolución de 1917 y persecución a la Iglesia en la URSS

La revolución de febrero de 1917 terminó con el derrocamiento del zarismo en Rusia. En agosto, en la catedral de la Asunción de Moscú se inauguró el Concilio de Todas las Rusias, cuya decisión principal fue el restablecimiento del patriarcado. Sin duda alguna la resolución, tomada el 28 de octubre del 1917, fue motivada por el golpe de Estado bolchevique que se había producido tres días antes.

El primer patriarca del periodo postsinodal fue el metropolitano de Moscú, Tijon, quien pronto se opuso al Gobierno bolchevique, motivo por el cual fue arrestado (aunque puesto posteriormente en libertad).

En 1918 la separación Iglesia-Estado se hizo oficial. En el territorio controlado por los bolcheviques empezó la confiscación de los bienes y tesoros de la Iglesia y se puso fin a las subvenciones por parte del Estado.

Bajo una emigración a gran escala y una guerra civil, Tijon decidió otorgar autonomía tanto a los clérigos en el exilio como a las misiones ortodoxas rusas situadas fuera de las fronteras del país hasta que se estabilizara políticamente la situación.

Tras la muerte de Tijon, en 1925, las autoridades no permitieron que se celebrara un nuevo concilio para elegir a su sucesor, por lo cual el cargo de patriarca interino fue asumido por el metropolitano Pedro, pronto encarcelado por no reconocer la legitimidad del poder bolchevique. Tras varios arrestos, exilios y penas de cárcel fue fusilado durante las purgas de 1937.

Durante los primeros años del poder bolchevique se lanzó una auténtica cruzada “atea” contra la Iglesia. Las nuevas autoridades privaron a la Iglesia del derecho a poseer propiedad privada y las llamas de la cruenta guerra civil destruyeron templos y catedrales y se generalizaron las matanzas de sacerdotes. 

En 1922 la Iglesia recibió otro golpe demoledor: los sacerdotes fueron acusados de haberse negado a entregar sus objetos de valor para que el Estado exportase alimentos durante una tremenda hambruna en la región de Volga. En realidad, la Iglesia no negó tal ayuda, sino que tan solo denunció los saqueos de los templos y la profanación de las iglesias. Sin embargo, la protesta sirvió de pretexto para llevar a juicio a la mayor parte del alto clero y al propio patriarca Tijon. Muchos fueron fusilados.

Desde 1925, dada la reclusión en prisión del patriarca interino Pedro, su cargo lo asumió el metropolitano de Nizhni Nóvgorod, Sergio, quien intentó normalizar la situación de la Iglesia en el Estado comunista.

En noviembre del 1927 Sergio emitió su tristemente famoso mensaje en el que reconocía el poder comunista y afirmaba que un individuo puede ser cristiano ortodoxo y al mismo tiempo “reconocer que la Unión Soviética es su patria, cuyos éxitos y alegrías son nuestros éxitos y cuyos fracasos son nuestros fracasos”. Esta declaración de lealtad al Gobierno comunista tuvo como consecuencia que el clero en el exilio no reconociera la autoridad del patriarca y se produjera un cisma entre las Iglesias ortodoxas rusas de dentro y fuera del país.

A pesar de la nueva postura de la Iglesia rusa, la persecución de clérigos y la propaganda atea no cesó ni se suavizó. Además, el Gobierno comunista (aunque oficialmente la religión estaba separada del Estado) seguía sin autorizar la elección de patriarca.

En realidad, la represión de sacerdotes en la Unión Soviética adoptó formas diferentes en distintos periodos: desde los exilios y encarcelamientos de la segunda mitad de los años 20, hasta los trabajos forzados y fusilamientos masivos durante las tristemente famosas purgas de la década de 1930. Hasta ahora no existen datos estadísticos exactos sobre la cantidad de personas sometidas a represión a causa de sus convicciones religiosas, pero según un estudio publicado por Nikolái Yemeliánov, catedrático de la Academia de Ciencias Rusa, podría tratarse de más de 200 000 clérigos de toda la jerarquía y 330 000 creyentes.

En realidad, un solo dato oficial es suficientemente ilustrativo: En 1941, en vísperas de la Gran Guerra Patria, en el país había 3732 templos ortodoxos abiertos al culto, 3350 de los cuales se encontraban en los territorios “occidentales” (Aquellas partes de Rusia que se separaron del país tras la revolución de 1917 y que fueron recuperadas en 1939-1940: partes occidentales de Ucrania y Bielorrusia, los países del mar Báltico (Lituania, Estonia y Letonia) y la región moldava de Besarabia, anexada por Rumanía tras el golpe de Estado bolchevique del 1917.), es decir, recién incluidos en la URSS. En otras palabras, tras poco más de 20 de la revolución bolchevique, en la URSS quedaban menos de 400 templos donde se celebraba misa.

La cantidad de sacerdotes se redujo a la modesta cifra de 5665 cuando en vísperas de la Revolución de Octubre había más de 80 000 iglesias ortodoxas en Rusia.

Muchos templos fueron destruidos, entre ellos la enorme basílica de Cristo Salvador de Moscú, construida como muestra de gratitud a Dios por la victoria sobre Napoleón.

Célebres personalidades de la cultura y los mejores teólogos de Rusia murieron torturados durante los interrogatorios o en los gulags, como por ejemplo el padre Pável Florenski, filósofo y teólogo. Otros tuvieron que emigrar, como Semión Frank, Nikolái Berdiáyev, el protomonje Serguéi Bulgákov y muchos más.

Otro golpe fue asestado desde dentro. En los años 20 del siglo XX gran parte del clero renegó de la Iglesia patriarcal y creó la Iglesia renovacionista o el renovacionismo, con frecuencia erróneamente llamada “Iglesia Viva” (denominación de uno de los grupos que formaban parte del movimiento). Varios de estos renovadores querían creer sinceramente que los ideales evangélicos podían alcanzarse por el camino de la revolución social.

Sin embargo, los orígenes del renovacionismo no radican en la revolución de 1917, sino en los amplios debates sobre las posibles reformas, tanto entre el clero como en el mundo laico, a principios del siglo XX. Puestos entre la espada y la pared, los reformadores no tardaron en destacar su disposición de “servir al pueblo” y subrayaron su simpatía por los ideales comunistas. Para “acercarse al pueblo” introdujeron cambios arbitrarios en el orden de las celebraciones y quebrantaron bruscamente el canon eclesiástico. El movimiento declaró su existencia en 1922 y se considera que el “cisma” dentro de la Iglesia ortodoxa rusa duró hasta 1946, año del fallecimiento del líder del renovacionismo, el padre Alexandr Vedenski.

De esta manera, antes de 1941 la estructura eclesiástica en el país estaba prácticamente destruida, pero al inicio de la Gran Guerra Patria Stalin se vio en la necesidad de cesar las campañas anticlericales ya que la existencia misma del Estado estaba en juego. Para movilizar todas las reservas nacionales tras el dramático inicio de la guerra, Stalin recurrió a la fuerza moral de la religión. Se autorizó a los sacerdotes rusos a bendecir en ceremonias públicas las banderas de los regimientos que partían al frente. Varios templos fueron reabiertos y varios obispos y sacerdotes salieron de los gulags.

Al igual que muchos ciudadanos, la Iglesia ofreció también ayuda material.

Este nuevo rumbo de la política anticlerical también se apreció, por ejemplo, en el cambio de la retórica oficial con respecto a la religión y la historia prerrevolucionaria del país, hasta hacía poco el “maldito pasado zarista”. Galardones militares que evocaban pasadas victorias rusas engrosaron el listado de las órdenes oficiales soviéticas: las órdenes del generalísimo Alexandr Suvórov, el príncipe Alexandr Nevski (santo, además, de la Iglesia ortodoxa rusa), la del canonizado almirante Fiódor Ushakov, etc.

La culminación de este proceso de “unidad patriótica” fue el fin de la persecución directa a la religión. En 1943 Stalin autorizó que Iglesia rusa eligiera de nuevo a su patriarca. Ocuparía este cargo el arzobispo metropolitano Sergio (1867-1944), cabeza “de facto” de la Iglesia ortodoxa “tradicional” desde 1925. Con su patriotismo durante los años de guerra, la Iglesia demostró con los hechos que compartía la suerte de su pueblo.

La política del patriarca Sergio, muy cuestionada por otras dignidades ortodoxas, sobre todo en el extranjero, aportó sus frutos. La Iglesia se mantuvo como institución y comenzó incluso a renacer.

Las persecuciones volvieron, aunque no de forma tan violenta, a finales de los años 50, cuando el país estaba dirigido por Nikita Jruschov. Sin recurrir a acusaciones políticas, el Estado se centró en los “vestigios religiosos de la conciencia humana”.

Según los datos de enero de 1957, en el país había 13 477 parroquias ortodoxas registradas, pero en 1958-1965 su cantidad se redujo hasta 7551. En la campaña del Estado contra la Iglesia colaboró también el cine “anticlerical”, con frecuencia de alto valor artístico.

Aunque durante casi todos los años la propaganda anticlerical en la URSS no cesó, el periodo entre 1965 y 1985, año en que llegó al poder Mijaíl Gorbachov, fue una época de relativa estabilidad en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Los representantes del clero participaban en todos los actos públicos de importancia, pero el Estado continuaba con sus intentos de poner la vida espiritual del país bajo su control. Aunque la oleada de persecuciones se suavizó, el número de iglesias siguió disminuyendo, de 7523 en 1966 a 6794 en 1986.

Un verdadero renacimiento de la Iglesia ortodoxa rusa comenzó con la llegada al poder de Gorbachov y su nueva política de perestroika y glástnost, anunciada en 1987.

En abril de 1988 el patriarca Pimen y algunos obispos metropolitanos se reunieron con Gorbachov en el Kremlin para conjuntamente estudiar la celebración del milenario del bautismo de Rusia como una actividad a escala nacional. Comenzaba una nueva época del cristianismo en el país…

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